
Mi abuela materna era hija de inmigrantes que llegaron de España, de la región de Extremadura, según cuenta su abuelo llamado Faustino Rodríguez, vino acompañado de su cuñado, Joaquín y de un sobrino suyo de nombre Eleuterio.
Llegaron en la bodega de un barco, ellos solos, para juntar dinero y traer posteriormente a sus respectivas familias. Desembarcaron en Buenos Aires y como eran jornaleros y prácticamente analfabetos, los enviaron al campo. Ella no sabe cual fue la razón por la que terminaron en Tucumán.
Más tarde consiguieron trabajo en la finca de un español, en la localidad de El Molino, distante 10 kilómetros de la actual ciudad de Trancas. Trabajaron de peones rurales de sol a sol, trabajo muy duro sin vacaciones ni aguinaldos, descansaban los domingos (siempre que no fuera época de cosecha). La paga era poca pero como les daban techo y comida, todo lo que ganaron lo ahorraron. Las cartas que enviaban a sus familiares llegaban varios días después y las leía una persona del pueblo que había podido estudiar.
Después de unos años llegaron sus familias, (como ellos de Buenos Aires a Tucumán y de allí a Trancas).
El patrón supo de su llegada, pero para que no dejaran de trabajar, los mandó a buscar a la estación con otros peones no tan laboriosos. Después del largo y penoso viaje, estas pobres mujeres y sus hijos llegaron a “la Tierra Prometida”. Cuál sería su sorpresa al acercárseles estos hombres desconocidos diciéndoles que las llevarían a donde estaban sus esposos y, confiando en ellos, pues no quedaba otra alternativa, subieron a una especie de chata tiradas por dos caballos y con el temor que es de imaginar, llagaron por fin a destino. Recuerda mi abuela que su abuelo le dijo una vez a su patrón; “esto que me hiciste Marcelo, no te lo voy a perdonar mientras viva”.
No recuerda la fecha, pero llegaron a comprar una finca en un lugar llamado Acechones, a cinco kilómetros de Trancas. Cada familia eligió el lugar que quiso viviendo en perfecta armonía por muchos años.
Mi abuela nació en ese lugar, el 12 de febrero de 1935 sus padres fueron Fernando Arjona Díaz y Maximiana Rodríguez González. Su infancia fue muy feliz, vivió en una casa de adobe y techo de paja cubierto por barro, era tan firme que aún las tormentas de granizo no le hacían el menor daño, las paredes eran blanqueadas con cal todos los años, lo que le daba un aspecto distinguido, muy fresca en verano y abrigada en invierno, la cocina estaba a 5 metros, se cocinaba con leña, y la hacían separada para evitar incendios, la de su abuelo era de material con techo de tejas, con él vivía un tío, que tenía 5 hijos con los que mi abuela jugaba siempre.
Comenzó a ir a la escuela a la edad de cinco años, Nacional Mitre N*8, una casa vieja donada por una señora de posición acomodada. Iba a caballo junto con todos sus primos, los cinco kilómetros de su casa hasta el colegio. Siempre nos dice que como era la única escuela, iban todos a la misma, desde el hijo del gerente del banco hasta el del último peón. Las maestras eran muy respetadas, la escuela era mixta, se entregaban cuadernos, lápices y libros de lectura, todo era gratis. A veces el gobierno mandaba guardapolvos, alpargatas, y otras cosas que las maestras las distribuían entre los más pobres. Todos los años un médico ponía vacunas antivariólicas, y daban quinina, porque el paludismo era endémico en la zona. No tenían materias especiales, pero cuando se acercaba una fecha patria, los reunían en el patio y entonaban las canciones y marchas respectivas.
En el recreo largo le daban una taza de leche, la Cooperadota no era obligatoria, pero cada padre aportaba con lo que podía, unos con la leche, la leña, la panadería entregaba la galleta panadera, otros arreglaban las escuelas, cortaban los yuyos o pintaban. Cuando terminó la escuela primaria, su padre que sabía la importancia del estudio, quiso que ella estudiara, como no había colegio secundario, la inscribió en un internado a la edad de 13 años en el Colegio de las Hermanas Esclavas, para mi abuela fue un año muy duro, nunca se había retirado de su familia, y jamás había conocido una monja, ella se sentía como en una cárcel, pero supo sobreponerse pese a todo, porque amaba a sus padres y sabía que el sacrificio que le pedían era para su bien, hasta el día de hoy, está eternamente agradecida a su padre y lo admira, pues entonces no era muy importante que estudiaran las mujeres.
Al segundo año del secundario, sus padres deciden dejar el campo y venirse a San Miguel de Tucumán. Vendieron todo (animales, carros, discos, herramientas, etc.). Consiguieron comprar una casa vieja en la calle Marcos Paz al 1500, pero estaba alquilada con un juicio a terminar en un mes. Todo resultó una mentira, pasaron cinco años alquilando con gran sacrificio, era la época de Perón, que con políticas que decían ayudar al inquilino, los perjudicaron gravemente a ellos que no tenían otra casa.
El 20 de diciembre de 1956 consiguieron por fin su casa vieja y fea, que costó tanto conseguir.
Mi abuela se casó el 22 de Febrero, al año siguiente de mudarse (casi no habitó la casa que tantos dolores de cabeza les causó).
Su esposo era un hombre de familia tan buena como la de mi abuela, a los 12 años había perdido a su padre, su madre era analfabeta y para colmo un hermano sordomudo, pero mi abuela vio en él alguien con muchas ganar de estudiar, trabajar y luchar por una vida mejor.
Con él tuvo tres hijos, mi madre y dos varones, tienen 11 nietos, ya cumplieron las “Bodas de Oro”, que por suerte festejaron con todos sus hijos, nietos y demás familiares.
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